Precioso veneno by Mary Webb

Precioso veneno by Mary Webb

autor:Mary Webb [Webb, Mary]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9789992076514
editor: Trotalibros Editorial
publicado: 2023-09-29T05:49:03+00:00


3. LA MEJOR LETRA,

MAYÚSCULA Y CON

FLORITURAS

Puedo decir que recorrí la distancia hasta el pueblo más deprisa que nadie hasta la fecha. Escondí en un seto el cuchillo de trinchar por miedo a que me hiciera tropezar. La botica estaba abierta, como esperaba, porque el boticario era también guardián de la iglesia y tenía que seguir las indicaciones del pastor. Los grandes frascos verdes y rojos nunca me habían parecido tan hermosos, como si estuvieran llenos de agua de los ríos del Jardín del Edén. En el interior reinaba una agradable penumbra, pues el pequeño escaparate estaba tan lleno de linimentos y medicinas, jarabes para caballos, remedios para vacas, pomadas, cordiales y ramilletes de hierbas que casi no entraba la luz. Desprendía un agradable olor a menta, hierbas y jabón; el boticario me miró con amabilidad por encima de las gafas y me preguntó qué me pasaba.

—Ay, señor, es casi un asesinato —dije—. Le ruego que cierre la botica y venga, o van a matar a un hombre como no se ha visto nunca en este pueblo ni se volverá a ver.

El buen hombre, al oírme, se calzó las botas.

—¿Qué remedios debo llevar? —preguntó—. El resto ya me lo contará mientras corremos.

Así que le dije que necesitaría algo para las mordeduras de perro y algo para reanimar a un hombre que estuviera a punto de morir. Tardó unos instantes en ponerse el sombrero y salir.

—Tome una copa de brandy —me aconsejó—. Está agotada.

Pero le dije que no, y que, si me retrasaba, corriera hacia el recinto de los toros.

Me quedé rezagada justo antes del lugar donde había escondido el cuchillo y volví a alcanzar al boticario en la puerta del campo. Cuando entramos, pude ver que se estaba librando una terrible batalla, pues habíamos llegado justo a tiempo. Solo faltaba el perro de Grimble.

Cuando llegamos se oyó un griterío: Kester acababa de atar a un perro. Luego hubo otro rugido, y vi —¡oh, amor mío!— que el perro lo tenía agarrado por la garganta.

Agarré a Grimble por el hombro.

—¡Llame al perro! —le pedí.

Grimble no se movió.

Un segundo más y el hombre al que tanto amaba estaría muerto.

Me abalancé sobre ellos, y yo, que nunca había herido por propia voluntad a ningún ser vivo, mientras la gran bestia clavaba los dientes en la garganta de mi amo y señor, le atravesé el corazón.

La sangre brotó a borbotones, el pesado cuerpo se desplomó y Kester cayó con él.

Tiré de Kester y abrí las mandíbulas del perro. Kester parecía no tener vida.

—¡Agua! —pedí a Huglet, que estaba más cerca—. ¡Traiga agua, asesino! ¡Brandy, señor Camlet, por favor!

El boticario se inclinó sobre Kester.

—Hay que cauterizar la mordedura —dijo—. Y será mejor hacerlo antes de que vuelva en sí. Pero ¿cómo calentamos el hierro?

Me levanté. No me importaba nadie. No podrían haberme temido más si hubiera sido la reina de una tribu salvaje.

—¡Que vayan seis hombres a buscar leña! —ordené—. ¡Y rápido! Grimble, vaya a buscar pedernal y yesca.

—No tengo —murmuró.

—¡Pues vaya a buscar! —grité como una salvaje, alzando el cuchillo—.



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